Avanzar hacia atrás

“Habían decidido cuidar el planeta. Y se preguntaron: ¿qué podemos hacer?”, contaba la radio.

Avanzamos hacia atrás…

El transistor del abuelo suena a lo lejos. No puedo escucharlo bien, podría ser el parte. La abuela pela pimientos y el olor llega hasta la mesa donde hago los deberes. La parra crece bonita y dará sombra en verano. Mi madre cose con sus manos de hada un vestido que quedó pequeño y pronto utilizará mi hermana. Ayer llovió y todavía soy capaz de sentir la tierra mojada. Escucho a lo lejos cómo Valentina está en el corral recogiendo los huevos, todavía le asustan las gallinas. Vamos caminando hacia el huerto y silbamos. Nos siguen los pájaros. Como piséis los rencles me enfado, advierte el abuelo, y nos quedamos apartadas, pero luego no le hacemos caso y cogemos las zanahorias. Llevamos la cosecha a casa y lavamos los tomates. El tío se despierta de la siesta y bebe agua fría. ¿Venís a jugar a la plaza?, pregunta María. Llega Emilio con la vida bajo el brazo y nos cuenta que vuelve de París; le escuchamos con los ojos abiertos porque nos dice que allí las chicas son elegantes, hay coches y más coches, un montón de ruido, la música suena siempre moderna y alta, y la torre Eiffel da mucho vértigo. Marcos nos enseña sus mariposas de colores, dice que las ha cazado junto a La Meta y también queremos ir. El abuelo promete llevarnos mañana. En la cochera, donde se guardan las patatas, las manzanas pequeñas y las herramientas, hay un columpio de esparto que araña las piernas y allí pasamos las tardes. Anochece y todo acaba. Algún perro ladra a lo lejos. Se escucha el silencio. Lucen estrellas.

Regreso a Madrid. Madrid tiene un cielo pintado por Velázquez. Sí, así es, lo mires cuando lo mires. También hoy, que vuelvo de la calma despreocupada del pueblo. Ya no están mis abuelos ni Valentina. Vemos el huerto cuando caminamos hacia La Meta y los perros siguen ladrando a lo lejos. La vida sencilla, la vida mejor, lo dice el anuncio de la bebida más famosa y pienso que sí, que tiene razón. Hay demasiado tráfico porque la ciudad se ha llenado de gente, se celebra una cumbre mundial sobre el clima y las carreteras están colapsadas. La ciudad se refugia bajo una boina gris que no es una nube, aunque lo parezca. Suenan las bocinas. Los coches aceleran. Un joven escucha música. Una mujer maneja su móvil ajena al abrazo del amante. El señor de uniforme apura un cigarro y mientras, desaparezco en el túnel. Con suerte, llegaré pronto a casa. No se escuchará el silencio ni lucirán estrellas.

Nuestra parra, nuestra casa de Sesma.

La tristesse

Ignoro dónde guarda el mundo su pálpito. Si será entre las luces de Times Square, junto al Eros de Piccadilly Circus, en la plaza del Vaticano o en los jardines de Tívoli.

Siempre he pensado que el corazón latía en París, entre las estanterías de Shakespeare and Company, en la isla de Saint-Louis, en una habitación del hotel Jean d’Arc, en aquella buhardilla del Marais, en una gárgola de Notre Dame.

Ayer, como en la canción de Edith Piaf, nos dimos cuenta de que el corazón en vilo del mundo entero se encontraba junto al Sena, en una catedral de madera y piedra, en una isla hermosa de París.

Notre Dame es mi madre en el poema de Luis García Montero cuando le digo Te llevaré a París y hoy la recuerdo como los días sin colegio y la lluvia delgada de los sábados. Notre Dame es un aguacero un viernes de mayo y nosotras, caladas hasta los huesos, saltamos en los charcos. Notre Dame es el amanecer que intuyes cuando subes las escaleras de Châtelet. Es la foto ya desgastada del álbum viejo en la que estamos los dos, tan jóvenes y tan enamorados. Notre Dame es salir de casa por primera vez, celebrar aniversarios, los libros de Foenkinos, una clase de Historia, el sabor del gofre con nata y chocolate, los versos de César Vallejo, el final de Casablanca.

Y, desde que ayer caía la tarde, Notre Dame también es tristeza.

Florece la esperanza
al cielo de París
Edith Piaf


Nuestra última vez en París, diciembre de 2016.

 

 

 

 

 

Nidos

En la plaza del barrio los hombres y los niños guardan sus nidos en los árboles.

No es una metáfora; se trata de la vida entera metida en bolsas de plástico que ellos esconden entre las ramas de los castaños mientras trabajan en el campo. Vendimian de sol a sol y vuelven a esta plaza, que suena a risa, alegría y tarantela, se sientan en los bancos, se tumban en el césped y duermen, descansan, comen, comparten, esperan. Así todos los días, hasta que termine la campaña, recojan sus nidos de colores y marchen a otra parte.

Me pregunto cuánta vida cabe en una bolsa anudada. Si habrá fotos, algún libro, un mapa, un boli para apuntar.

Son, como los llamó Eduardo Galeano, náufragos de la globalización, viajantes desde el sur hacia el norte, fugitivos de la vida imposible.

Aquí les cerramos las puertas del mundo. Por eso los árboles, que son libres en sus trazos y lenguajes, ceden sus ramas y les dan cobijo.

Es octubre en nuestra plaza y hay nidos de colores en sus castaños.

* En el colegio de Lucía han trabajado este año para el Día de la Paz sobre ese derecho tan revolucionario reconocido en el artículo 47 de la Constitución… el derecho a una vivienda digna; yo recuperé un texto olvidado, ella escribió sobre las casas negadas a los migrantes. Nos salió algo parecido. Con él he ganado el XIV Premio Cecilia Palacios de nuestro colegio, el CEIP Las Gaunas. Gracias por elegirlo. 

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Árboles desde nuestra ventana.

 

 

 

 

Termina, ahora sí, el colegio

No sé cuántos jueves caben en nueve años, pero el de hoy debe de ser distinto; hay cosas que haremos por última vez.

Hacer el camino del colegio por última vez no es tarea fácil. Ni cruzar el puente del tren, salir al recreo y jugar al fútbol, cerrar la puerta verde o despedir hasta otra a Manuel, el conserje.

Los últimos días de junio siempre me arañan los ojos. No tiene la culpa el sol. Es el tiempo, que pasa y deja puntos suspensivos.

Empecé a escribir este texto hace casi nueve años. Era un jueves de septiembre, el sol quemaba, España jugaba el Eurobasket y el telescopio espacial Hubble captaba las imágenes más hermosas del Universo que jamás habíamos visto. Te coloqué en la fila, llegaron Vicente y Sara, salió Ana y comenzaste a llorar casi tanto como yo ahora. No imaginabas entonces que lo mejor empezaba en ese momento, al subir la rampa, saludar a Carlos y cruzar la puerta. Al día siguiente no querías volver.

Conociste a Dani, a Simón y a Jorge y la cosa cambió. Ana te enseñó letras y canciones, visitasteis castillos, fuisteis actores y paleontólogos. En las fotos siempre reías. Terminó Infantil y os mudasteis de edificio; fue fácil con Maribel, primero cuentos, luego libros. Creciste y llegó Inma, que todo lo hizo sencillo; Javier te ha ayudado a dar ese estirón gigante que me encoje tanto hasta hacerme diminuta cuando te miro.

Y, entretanto, prisas a la hora del desayuno, exámenes, alguna regañina, conversaciones de camino al colegio, tardes en el parque de la rueda, cumpleaños, planes de verano parados en el semáforo.

“Cuando es invierno en el mar del Norte / es verano en Valparaíso” escribió Ángel González; me pierdo entre estos versos mientras el colegio termina y sigues con tu alegría a la vez que, como en el poema, yo vuelvo al trabajo entre jirones de niebla. Sí, en pleno junio.

Septiembre de 2017. Primer día de colegio. Vuela el tiempo.

 

Tesoros

Carmen, que dibuja bonito y habla y lee y cuenta, me recuerda algunas cosas buenas de este año que termina. Y yo, que hoy me he levantado con la alegría puesta a pesar del frío en el que habito, he pensado que sí, que tiene razón, que son muchos los tesoros encontrados este 2017. Tesoros… a pesar de tantas cosas.

Tesoro fue descubrir Pompeya, caminar por Palermo, subir al barco y surcar el mar.

Tesoro fue alcanzar la atalaya de Níjar, mirar La Alhambra y volver a Cabo de Gata.

Tesoros, las piedras hermosas de la playa del Algarrobico, los ojos rasgados de mi madre en nuestro viaje y el gol que marcó Nicolás el 26 de marzo.

Tesoros, seguir recorriendo las ciudades en bicicleta, leer “Taxi” y “La uruguaya”, escuchar a Bob Dylan y el sonido de la nieve.

Tesoros, el olor a sarmiento en la casa de Sesma, los postres de mi tía y gritar en La Meta, ese lugar mágico donde se queda el ruido y lo que apenas importa.

Tesoros, pintar con tizas, coger membrillos y cortar las rosas que nacen junto a la tapia.

Para tesoros, los amigos que regalan libros y canciones, aquellos que te abrazan fuerte y los que te recuerdan la verdad de las cosas mientras uno, como escribió Galeano, siente mucho miedo de que se le caiga la vida en una distracción.

Otoño

Si el otoño es, como escribe Luis García Montero, un barco que navega con abrigos, silencios y paraguas, yo quiero permanecer un instante sintiendo cómo el verano calienta el corazón, aunque sea un rato, aunque sea con recuerdos.

Ordeno las fotos y encuentro tesoros. Es la emoción de las cosas. La atalaya de Níjar, Pompeya, el Vesubio frente al barco, el Faro de la Mola.

Cierro los ojos. Anochece junto a La Alhambra y vuelve a sonar el gatham, pocas cosas son tan hermosas. Los abro. Caen las perseidas sobre nuestra terraza, hace frío y nos tapamos con la manta de cuadros. Pedimos deseos y alguno se cumple. Los cierro de nuevo, escucho el silencio de Cabo de Gata en forma de ola y viento, de canciones y pájaros, de agua que abraza guijarros en las calas del sur.

La felicidad debe ser algo muy similar a todo esto. Cantar en el coche, viajar en bicicleta, descubrir helados, buscar piedras bonitas, bailar en la plaza, ir de excursión con los primos, bañarse en el mar.

La felicidad debe ser algo muy parecido a mirar cómo crecéis despreocupados mientras el tiempo se llena de alegría.

Habitar durante un instante en un verano que aquí se marchó pronto sirve para aliviar el alma que encuentra sosiego en los días largos. Enseguida las noticias y el otoño cubrirán de hojas y escarcha estos recuerdos.

 

El Vesubio desde el mar.

Sobre la maternidad

La maternidad desordena el mundo. Pero un mundo desordenado no tiene por qué ser caótico.

En el mío, una especie de puzzle desde hace casi once años, hay ojeras, noches en blanco, maratones a cualquier hora y zapatillas recién compradas que duran quince días. También tutorías a pares, extraescolares a pares, gastos a pares, responsabilidades a pares y enfados a pares. Hay virus, vacunas que cuestan un riñón, desvelos. Todo multiplicado por dos.

Nadie me dijo que la maternidad fuera algo maravilloso. Porque no lo es. Comparto la crianza de dos hijos con sus cosas extraordinarias y sus ratos para olvidar.

Dice la periodista Samanta Villar, que tiene dos bebés y está en plena gira de promoción de su libro Madre hay más que una, que cuando eres madre “no puedes comer, dormir ni ducharte en condiciones”. También dice que “un bebé te destruye la vida de la noche a la mañana”.

Alguien dirá que las palabras se sacan de contexto.

Hoy es viernes plomizo, tengo el pelo de dos colores y la flaqueza por haber resistido (mal) a un virus que se acomodó el martes en casa, pero me ha alegrado la mañana encontrar en un bolsillo de mi abrigo dos horquillas que toquiteo sin parar y en el otro un cromo de fútbol.

Llueve a mares, no puedo con mi alma y esta tarde toca fútbol y piscina, pero el martes cené fuera con amigos, la semana pasada vimos en el cine La la land (por cierto, salí bailando), Lucía aprende a leer y Nicolás está feliz porque su equipo se ha clasificado en la liga de los buenos.

Como a diario, a veces incluso sentada. Leo robando tiempo a mi sueño. Salgo a correr junto al río. Suelo viajar, seguramente menos de lo que me gustaría. Tengo mis secretos. Y estoy segura de que si no fuera por la tribu no podría completar ese puzzle que conlleva ser madre, una opción agotadora, tantas veces ingrata, que me regala a diario besos de menta y mucha alegría; una opción tan válida como decidir no serlo.

El ruido de fondo

Leo Lo infraordinario de Georges Perec: “La prensa diaria habla de todo menos del día a día. Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual”.

Leo a Perec refugiada del frío pelón de estos días, envuelta en el piano de Yiruma, intentando vencer la pereza para correr la San Silvestre y dibujando una especie de inventario de este año que termina.

Porque 2016 ha vuelto a pasar volando. Nació Paula en primavera y eso ha sido lo más importante, porque trajo el sol de mayo y la alegría. Los chicos del fútbol ganaron la liga y con las pequeñas bailarinas terminó el curso. Seguimos creciendo indomables y felices. El trabajo volvió a ser ingrato. Vimos atardecer en el faro de Barbaria. Corrimos por los caminos de Formentera y por los puentes de la ciudad. Cruzamos los pueblos en bicicleta y paramos en las fuentes y los parques. Nos enfadamos y nos desenfadamos. El mundo permanece del revés y algunas de sus escenas resultaron, resultan, intolerables. Viajamos a París. Los reencuentros fueron extraordinarios. Nuestros ratos más hermosos siguen oliendo a sarmiento.

Quizá sea éste el resumen de mi trivialidad.

Benedetti escribió: “Defender la alegría como una trinchera, como un destino, como una certeza, como un derecho”. Que sea precisamente la alegría el ruido de fondo del año que comienza. Que los titulares no acallen lo esencial. Que la desigualdad nos resulte inadmisible. Y que el fin del mundo nos pille bailando.

¡Feliz 2017!

Septiembre

Hoy he leído que septiembre es el lunes del calendario. Me hace gracia porque no le falta razón y pienso entonces que debe ser cierto, el último día de agosto me pareció una tarde de domingo.

No me gustan los septiembres. Me entristecen la vuelta al cole y las colecciones apiladas en los quioscos. Me gusta la calma despreocupada de los meses de verano, ese lindo desorden de tardes de piscina o bicicleta, ese vivir sin hacer planes ni tener prisa. Por eso ahora me aferro a mis recuerdos de julio y agosto como una forma de resistencia. Y pienso en aquella pareja que hacía sonar el ghatam en la cueva de Barbaria, allí al fondo, donde puedes sentarte y creer que la vida es bella. También en las piedras que tanta gente apila cuando Illetes casi acaricia el arenal de S’Espalmador y, si te fijas bien, desde lejos parecen montañitas blancas en mitad del mar. Me acuerdo de nuestros paseos en bici, de la fuente que no es fuente sino laberinto y el juego consiste en mojarnos, del Pelayo, auténtica pedanía del paraíso en mitad del pinar, de aquel corzo asustado que apareció junto al bosque. Mezclo unos recuerdos con otros de forma consciente y completamente desordenada.

Nuestro verano sabe a sandía, pescado frito, helado de vainilla, moras, granizado de limón y chicle de menta. Tiene el color de la buganvilla y también el azul mediterráneo. Huele a pino y a higuera. Suena a cigarra, a olas, a risas, a Matt Simons, a la canción Cómo te atreves. Y su piel… Su piel morena está tatuada de zarzas, cardenales y dibujos de salitre.

Hoy siento nostalgia formentereña y sí, puede ser cierto que septiembre sea el lunes del calendario.

farobarbaria

El hilo rojo

A estas horas mis amigos vuelan a China. Me los imagino escuchando música, leyendo, pasando de una conversación a otra de forma fugaz, intentando templar la emoción y los nervios mientras surcan los cielos.

Qué largos son ciertos viajes.

Qué valientes estos trotamundos de amplia mirada, piel de colores y ojos abiertos, que van de un lado a otro con el espíritu alerta, escuchando las voces del mundo como grandes caracolas.

Este lunes, en una aldea a 400 kilómetros de Shanghái, el hilo rojo unirá a los cuatro y la vida empezará de nuevo.

 

“Un hilo rojo invisible conecta a aquellos destinados a encontrarse, a pesar del tiempo, el lugar y a pesar de las circunstancias. El hilo se puede apretar o enredarse, pero nunca se romperá”.

Proverbio chino